La era de la Internet total, en la que el mundo comienza a adentrarse, plantea retos de enorme calado para la privacidad y la protección de datos.

Llámense tecnologías Big Data, tecnologías que conducen a un universo digital o una Ubiquitous Networking (en expresión del gran experto japonés Teruyasu Murakami) o, como prefiero denominarlo, a la «Internet total», lo cierto es que todas ellas propician una reforzada centralidad de los datos, así como una presencia general de Internet en cada faceta de la vida humana.

Quizá sean dos las principales ventajas de esta tendencia. La primera de ellas se manifiesta fundamentalmente en el plano político-social y consiste en un mayor relieve de la transparencia como principio que el poder público ha de propugnar y observar. Más allá de sus abusos, así viene a demostrarlo el éxito de proyectos como WikiLeaks. Y también el creciente esfuerzo de múltiples gobiernos occidentales por introducir más transparencia en su acción política: en este contexto debe inscribirse la actual iniciativa legislativa de transparencia y buen gobierno, promovida por el Gobierno de España y ya comentada con anterioridad en La Ley en la Red.

La segunda ventaja es en cambio de índole económica y se plasma en mayores oportunidades para la innovación y para el comercio en Internet y en el entorno digital. Un tratamiento más profundo y por tanto mejor de los datos, como es el que este tipo de tecnologías hacen posible, redunda a su vez en aplicaciones potencialmente más perfeccionadas, así como en una oferta de consumo que puede personalizarse en mucha mayor medida: la continua actualización de los algoritmos de búsqueda de Google o la publicidad cada vez más segmentada en función de sus destinatarios («behavioral advertising») constituyen probablemente los ejemplos más claros; ambos confluyen en lo que se viene llamando «consumerización» de las tecnologías digitales, en el sentido de que el consumidor se ha convertido en su principal motor. Empresas como Amazon han comprendido esta evolución a la perfección.

Hasta aquí las ventajas, sin embargo. Es notorio que este devenir tecnológico conlleva al tiempo altos riesgos para la privacidad, aunque solo fuera porque implicará un aumento de sujetos involucrados en el tratamiento de datos personales, así como de ficheros que los contengan. También obviamente por esa creciente «inteligencia» de los tratamientos, hecha posible por la mayor interacción de la información: un joven estudiante austríaco quedaba hace unos meses perplejo tras comprobar que Facebook había elaborado sin su conocimiento más de 1200 páginas de información sobre su persona y actividades, en múltiples casos a partir de datos que él no había suministrado en ningún momento a esa red social.

Es igualmente previsible que la Internet total genere un recrudecimiento de viejos conflictos de principios. Por un lado, el que siempre ha enfrentado la privacidad con la libertad de expresión e información: la supuesta existencia de un «derecho al olvido» en Internet es probablemente la mejor muestra. Por otro, el que opone a la privacidad la propia libertad económica, espoleado por una consideración en aumento del dato como mercancía.

Es indudable que esta situación necesitará toda una redefinición de lo que venimos entendiendo por privacidad. A mi juicio esa redefinición debiera centrarse en tres aspectos.

En primer lugar, y más en Europa que en otras regiones del mundo, la privacidad debiera reencontrarse con sus orígenes, con ese mítico derecho «a ser dejado en paz» configurado por el juez norteamericano Louis Brandeis en un célebre artículo de 1890. Esos orígenes se han visto excesivamente velados por la abrumadora batería de procedimientos y garantías generados desde los ochenta en aras a la protección de datos.

Difícilmente se puede discutir que así se ha propiciado una mayor integridad y disponibilidad de los datos por sus titulares. Ahora bien, la Internet total exigirá ante todo una mayor confidencialidad acerca de esos mismos datos. Así lo ha reconocido la Comisión Europea, al referirse a un naciente derecho «al silencio de los chips», que en el fondo no sería otra cosa que la versión digital de ese clásico derecho «a ser dejado en paz».

En segundo lugar, será preciso un re-equilibrio entre privacidad y transparencia (y libertad de expresión e información), que, sin perjuicio del derecho a proteger sus datos, haga a los titulares suficientemente responsables de la información que hagan disponible en medios digitales.

Finalmente, y esta vez en sentido opuesto, será preciso un re-equilibrio entre privacidad y libertad económica. El inmenso poder en línea de empresas como Google o Facebook deberá reflejarse en una responsabilidad por el tratamiento de los datos de sus usuarios mayor de la que hasta ahora se les ha venido exigiendo. En esta línea debieran en mi opinión encauzarse problemas como el de la neutralidad de las búsquedas, que afecta a la primera de ellas y que se ha tratado ya en estas páginas; o el de la configuración de privacidad por defecto, que se suele echar en cara a Facebook, por desvelar con excesiva generosidad los datos de sus usuarios.